Crónicas de rodaje de El Silencio (parte 1)



El Silencio. Crónicas de rodaje: la historia a 5.230 metros de altitud, en la Cordillera.
(Parte 1)

1.
Mientras avanzamos sobre un camino de tierra, serpenteando por las cornisas que nos llevan a mina Julia, la luz de la tarde toma nuevos matices y formas al abrirse entre las cumbres que nos rodean. Dejamos atrás la antigua planta minera La Casualidad, a 4.200 metros de altitud, y tras unos minutos de andar, aunque esté a kilómetros de nosotros, asoma la soberbia altura del Llullaillaco, el volcán sagrado de 6.639 de altura. La Casualidad y Mina Julia están separadas por apenas 26 kilómetros y unos mil metros más de altitud, pero debido a la traza del camino demanda casi una hora hacer esa distancia. Estamos en una parte del techo de América, lejos de todo, con destino al cerro Estrella, o Julia como le llaman otros pocos. En él se asienta el que supo ser uno los yacimientos de azufre más importantes del país durante buena parte del siglo pasado, entre los años cuarenta y setenta. Mientras avanzamos, el hielo gana más terreno en el ancho del camino de tierra; anticipa que el ascenso a los 5.225 metros de altitud en los que se encuentra la mina Julia, no será sencillo.
Hace un día hemos empezado la primera etapa del rodaje de “El Silencio”, el documental para la nueva Televisión Digital Abierta (TDA) argentina, y esta lejanía de todo lo que conocemos y vivimos, paradójicamente nos acerca a un mundo nuevo. Cuando estás a tres horas del último poblado más cercano, como el pequeño Tolar Grande, y la hostilidad del clima y la geografía demuestran que en estas tierras altas no hay vida posible, hay una revelación en la distancia. La lejanía nos acerca.
La mirada en la Puna, entre las montañas de la cordillera sudamericana, tiene una hondura que en las llanuras, o ante el mar, los ojos prescinden de ella. Mientras en estos lugares hay un horizonte finito, un límite dado por la pequeñez humana, imposibilitada de seguir la curvea inmensidad del planeta, desde las alturas de las cumbres, el mundo se engrandece. Se revela ante la contemplación como lo que es, vasto, desmesurado. Solo estando en un sitio como la cordillera, se logra tener una noción más clara de lo que eso significa.
Los sentidos cambian el modo de percibir. La sangre al corazón va más rápido, la altura atenaza las sienes, la falta de oxígeno exige movimientos pausados, y la mirada puede recorrer cientos de kilómetros a un lado y al otro. El acto de observar se revela inusual, la visión se vuelve tan colosal como la geografía que observa. Y en las noches abiertas las mareas de estrellas que cubren el cielo, flotan muy cerca de las cabezas; si hasta los satélites se pueden ver como si fueran barcos distantes que desde mar adentro atraviesan un puerto en la noche. Luceros movedizos en la oscuridad.

***

2.
Los más de 5.000 metros de altura en los que estamos no hacen efectos mayores en el equipo de filmación, pero en el pecho se siente algo extraño cuando se empieza a reconocer, entre los zigzagueos del quebrado camino, la ladera amarillenta de una montaña. La mirada, profunda como la altura, atraviesa el enorme salar Río Grande, recostado abajo y a un lado; al final se divisa la cumbre fosforescente. Su cara Este, por donde nos acercamos desde La Casualidad, se ve quebrada. Los años de explotación dejaron las huellas de las dinamitas y la extracción de azufre.
Hace más de un año, una investigación periodística me comenzó a llevar a ella a través de las lecturas, de documentación, fotografías y luego de entrevistas a viejos mineros que trabajaron en La Casualidad y en Mina Julia.
Hoy estamos a pocos kilómetros de llegar al cerro Estrella, un yacimiento de azufre que resplandece desde su cima de 5.450 metros de altura sobre el nivel del mar. Y muy pocos metros abajo de ella, sobre su cara Sudeste, se asienta la clausurada mina Julia, a 5.225 metros de altitud. Esa es nuestra meta ahora. Seguimos subiendo no sin dificultad por el hielo que hay cada vez más en el camino.
El viento helado silba afuera de las camionetas. Estamos a unos 600 metros de llegar a las instalaciones de la mina; vemos una parte de ellas desde una curva, un poco más abajo, pero el ascenso sobre esa falda de la montaña lo bloquea una espesa masa blanca. Aún no está nevando en esta zona de la cordillera, pero el frío y el viento de abril provoca formaciones de masas informes de hielo sobre la tierra.
El camino se estrecha más por ellas, y aunque estamos muy cerca, una de las dos camionetas no puede seguir por la altura que alcanzan; hay casi medio metro de hielo sobre el suelo más amarillento de la traza, lo que tampoco ayuda. La cornisa no deja margen para el error, el segundo vehículo debe quedarse. Estamos ascendiendo en el tiempo justo. En pocas semanas será imposible hacerlo. Cuando comience el otoño, el hielo ganará en altura y superficie cubriendo de blanco las montañas y anegando el camino por el que subimos, y las temperaturas que ahora están en 0° centígrados descenderán entre los 15 y 30° bajo cero.

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3.
Es algo más de las 4 de la tarde del lunes 18 de abril, y estamos en el segundo día de rodaje de “El Silencio”. El cielo está limpio, y a pesar del sol, el viento gélido baja la temperatura varios grados. Hemos comenzado a trabajar el día anterior en la estación de ferrocarril Caipe y en La Casualidad. Nuestra base logística y operativa está en Tolar Grande, el último pueblo antes de la cordillera. Tolar tiene 180 habitantes y los brazos abiertos de su gente. Desayunamos y apenas pasan las 8 de la mañana partimos hacia un complejo que aportó durante más de tres décadas al desarrollo de la industria nacional. Hoy son solo ruinas.
Caipe está a 70 Km. de Tolar Grande, y a una hora de distancia por un camino consolidado que atraviesa por una larga recta el salar de Arizaro, y serpentea entre montañas. Es una estación de ferrocarril abandonada desde los años noventa cuando Carlos Menem siendo presidente aplicó con rigor una política económica que fue continuadora del plan que llevó a cabo por un quinquenio el ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz. Una de las más graves consecuencias de la política de Menem-Cavallo fue el cierre de cientos de ramales en todo el país.
Durante más de treinta años, Caipe fue el puesto de expedición del mineral. Hasta allí  llegaban los camiones provenientes de La Casualidad, distante a unos 68 Km. por una ruta pavimentada. Transportaban el azufre que se extraía de la mina Julia y luego se procesaba en la planta. El que unía La Casualidad y Caipe fue por décadas, uno de los caminos asfaltados más altos del mundo. Pero aún hoy lo hace. Aunque algo deteriorado por el paso del tiempo, sin embargo, el camino se conserva en condiciones a pesar de haber sido pavimentado hace a fines los años sesenta.
Desde la estación el mineral con un 99.5% a 99.8% de pureza, se cargaba en los vagones cargueros del Ferrocarril Belgrano, que llegaba hasta allí. La Casualidad, o más bien el Establecimiento Azufrero Salta, llegó a producir hasta 30.000 toneladas anuales de azufre, que representaban el 50 por ciento de la producción nacional. Buena parte de ella se destinó a la fabricación de ácido sulfúrico en la planta de Fabricaciones Militares, en el actual partido bonaerense de Berisso, muy cerca del Ferrocarril General Roca, hasta donde llegaba el ramal del Belgrano que partía de la estación Caipe.
Hoy Caipe es un solo un caserío con su estación ferroviaria abandonados. Esa es nuestra primera locación. Rodamos en la estación, y en lo que parece fue su oficina principal. Entrar a ese lugar conmueve: hay tantos papeles, documentos de la estación ferroviaria, tirados en el piso, que lo cubren casi su totalidad. Forman montículos de varios centímetros de altura. Se ven expedientes, informes de cargas, de pasajeros,  notificaciones internas, notas a tinta y planillas en carpetas con escritos que dan cuenta la actividad que tuvo ese ramal del Ferrocarril Belgrano. Encuentro entre esos papeles  una hoja arrancada de un almanaque de un mes de 1991. La fecha es una prueba irrefutable de lo que sucedió ese año: el cierre de muchos ramales argentinos.
Caipe está recostado sobre una ladera de las cadenas montañosas que rodean al salar. Al final de la extensa recta, el camino se abre. A la izquierda uno conduce a La Casualidad, a la derecha está el de ascenso de unos pocos kilómetros que lleva a Caipe. Las pocas casas y los talleres, se ubican como el edificio de la estación, en línea paralela con las vías del tren. Desde ese caserío fantasma se puede ver la inmensidad del salar y las montañas que le rodean.
Caipe es una voz quechua, y leo que significa “Lugar de antiguas reuniones”. Hay imágenes borrosas de antiguas fotos que vi. Trenes cargueros parados en el andan, vagones de pasajero con personas desde adentro saludando, una mujer posando en el andén con una formación allá lejos, acaso esperando su próximo viaje. Hoy no hay nada, más que edificaciones viejas y vacías.
Bajamos por un pronunciado desnivel del suelo hasta la zona de cargas. Las piedras amarillas son tantas como el olor penetrante del azufre: son rastros que indican que en ese playón en sobrenivel, junto a la vías, se cargaba el azufre procesado a los vagones, con destino a la planta de FF.MM. de Berisso. Se cargaba a pulso, me dijo tiempo después, al regreso del viaje, don Modesto Zapata. Toneladas de azufre cargadas a mano.
Al cabo de unas horas de filmar, proseguimos nuestro camino a La Casualidad. Tras  casi una hora de viaje, llegamos a la entrada de la antigua planta, después del mediodía. El olor a azufre empieza a ser más fuerte.

***

4.
La estructura de cemento y metal que daba forma al viejo portal de acceso a la planta, solo pervive en viejas fotografías en blanco y negro tomadas por quienes vivían y trabajaban allí. Varias familias aún conservan esas fotos. En ellas se ve un armazón metálico semicircular sobre la que está escrito, en letras de chapa en gran tamaño, “Establecimiento Azufrero Salta”. Hubo varios portales durante las más de tres décadas que existió la azufrera. Lo que quedó en pié del último portal, cuando cerraron la planta, solo son los postes de hormigón. A un costado del acceso, junto a la caseta de entrada, está el último cartel, un chapón oxidado en el que se leen las siglas FM y abajo el nombre del establecimiento. Las iniciales eran por Fabricaciones Militares, dirección nacional que dependía del Ministerio de Guerra, cartera que fue cambiando de nombre pero que mantuvo en su órbita a las 17 plantas fabriles creadas por el Estado Nacional y que estaban a cargo del Ejército.
Cuando llegamos a La Casualidad, hacemos los preparativos para almorzar. El menú es comida liviana preparada por Delia, dueña y cocinera del único comedor de Tolar. El equipo de rodaje en altura es pequeño; lo integran Maru Rocha Alfaro en producción ejecutiva, Alejandro Arroz en la dirección de fotografía y cámara, Norberto Ramírez en la dirección de sonido, y Cristian Arias como meritorio en asistencia de producción. LO completan los choferes, Daniel Narváez y Carlos Guitián. Con la excepción de Carlos, nacido en Tolar Grande, y mía, el resto del equipo llega por la primera vez a este lugar.
Aunque recorro nuevamente este caserío fantasma y las ruinas de la azufrera, olvidados por el tiempo, el asombro y la tristeza se confunden por dentro regresan cuando llegás a ese lugar. Resulta difícil creer la devastación que el hombre, y el paso del tiempo, hicieron de esto. Cuando camino por esas calles que ya no son calles, y atravieso esas casas que ya tampoco lo son –montón de estructuras de paredes informes–, vienen a mi memoria las voces de los antiguos mineros que fui conociendo en el último año.
Conozco otra La Casualidad y otra mina Julia por ellos. También surgen los recuerdos relatados por los ‘azufreros’ que conocí hace un tiempo y con los que viajé en los primeros días de enero de este año a este lugar. La mayoría son hijos de viejos mineros, muchos son ‘casualideños’, nacieron y pasaron su infancia allí, y otros pocos llegaron a trabajar en La Casualidad. Todos tienen algo en común: aman y añoran ese lugar. Y hasta sollozan por él cuando recuerdan cómo fueron sus vidas allí.
En sus historias, y en viejas fotos compartidas, lo que hay es un pueblo con cientos de hombres y mujeres trabajando, niños yendo a la escuela, una iglesia con la imagen de la Virgen de Fátima, un desfile por el día de Bolivia con alumnos marchando por la calle principal, el cine abierto los domingos cuya primera película que proyectó dicen fue “El bueno, el malo y el feo”. Tengo imágenes fijadas de muchas fotografías descoloridas: el portal de entrada a La Casualidad, dos niños posando sobre la nieve frente a su casa, obreros frente a una parte de la planta, reuniones sociales como algún casamiento o cumpleaños, que se celebraba en un salón del casino.
Sigo caminando y reconozco la usina, la pequeña plaza, la oficina de correo, el pequeño hospital, los casinos, uno para trabajadores y otro para jefes. Todo aquello ya no es. Más allá está la planta de flotación y la de refinación, que trabajan día y noche. La de flotación recibe desde mina Julia las vagonetas cargadas de caliche de azufre que llegan mediante un cable carril; en esos 15 kilómetros de ida y vuelta circulan alrededor de 280 vagonetas cargadas que cargan cada una alrededor de 200 a 400 kilos cada una. En ese procesamiento, se refina el mineral hasta llegar a una pureza del 99,8%. La planta nunca se detiene, trabaja las veinticuatro horas los siete días de la semana, con la excepción del período de receso, en julio y agosto; y cuando ocurre un accidente fatal, que cada tanto sucede alguno en el establecimiento, o algún vuelco en la los caminos que llevan hasta allí.
A unos dos kilómetros está el cementerio de La Casualidad. Caminé hace unos meses por allí con un grupo de familiares de los viejos mineros que tienen allí a sus muertos. Es un campo santo abierto; no tiene un acceso reconocible, no hay alambrados ni muros bajos a su alrededor, solo montañas. La primera tumba que visito, antes de empezar a buscar los lugares adecuados para continuar el rodaje del documental, es la de Florinda Méndez. De ella me habló Teolinda Saravia en ese anterior viaje. Teolinda tiene 84 años, y esa mañana estaba sentada sobre los únicos ladrillos acomodados de esa tumba. Sollozaba. Cuando me acerqué, despacio, y luego de unos minutos le pregunté si conocía a la persona fallecida, ella comenzó a arreglar unas flores de tela que amarró a una de las dos cruces de la tumba.
Teolinda llegó a vivir a La Casualidad, con sus padres, cuando tenía 14 años de edad, a principios de los años ‘40. Recuerda que entre las conversaciones de los pobladores estaba muy presente la muerte de una mujer hacía un año, que había sido una mujer muy buena, que se llamaba Florinda, y era milagrosa. A la cabecera de la tumba de Florinda Méndez hay dos cruces, una de madera, vieja, y otra de metal, superpuesta a la de madera. Debe haber sido puesta por alguien a quien ella le cumplió su milagro, dice. Esta mujer, cuenta Teolinda, había sido asesinada de siete puñaladas, mientras dormía, por su marido. Deja más hojas de coca y riega con whisky la tierra y las piedras de la primera tumba del cementerio. La “siete puñales” le empezaron a llamar desde su muerte. Así como la historia nos deja mensajes cifrados, los muertos también piden que les escuchemos.  

***

5.
Apenas terminamos el primer día de rodaje en Caipe y La Casualidad, pasadas las 5 cinco de la tarde, regresamos a nuestra base operativa, Tolar Grande. Tenemos dos horas de camino y preocupa que una de las camionetas tiene problemas en su filtro de aire; el repuesto más cercano está a tres horas de distancia de Tolar, al noreste, en San Antonio de los Cobres. En la noche, por llamados que hizo Maru y los choferes mientras filmábamos en Caipe, queda solucionado. Eso nos garantiza que al día siguiente podremos ir a rodar a mina Julia, a donde cámaras de la Televisión Digital no han llegado nunca. Efectivamente, el lunes partimos a rodar por segundo día a La Casualidad y ascender por primera vez a mina Julia.
Aunque han pasado treinta y dos años desde su cierre, en noviembre de 1979, sigue asombrando cuando luego unas dos horas de tanta aridez y desolación que rodean a la ruta que va de Tolar a La Casualidad, surgen tamañas instalaciones. Nos detenemos en la entrada a la azufrera, donde está el cartel tirado del portal de acceso, para rodar parte del documental allí. Don Alberto Araya, que trabajó en el campamento, me cuenta meses atrás que él hizo uno de esos carteles juntos a sus compañeros del taller de herrería, cuando trabajaba allí. El viento los destruía al cabo de años y debían hacer otro, o porque un nuevo administrador decidía renovar el portal de ingreso. Su prueba es una foto del acceso donde se ve el cartel de hierro, pegada en una de las páginas de su álbum de fotos familiares. No sé si será el mismo cartel que hizo don Araya hace décadas. Pero igualmente entristece verle allí como un mudo testigo de esas ruinas.

Federico Dada.


Fotografías: imágenes del documental "El Silencio".

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